-¡Oh, qué agradable sorpresa! -dijo la abuelita-. Pasa mi niña. Entonces, el lobo entró. Antes de que la anciana pudiera reaccionar, el lobo se la engulló de un solo bocado. El lobo se relamió de satisfacción; luego, fue a buscar una bata al guardarropa. Enseguida se puso un gorro blanco en la cabeza y se echó unas gotas del perfume de la abuelita detrás de sus orejas peludas. Cuando acabó de vestirse, fue a mirarse en el espejo. -¡Oh, qué agradable sorpresa! Pasa mi niña -dijo el lobo, imitando la voz de la anciana. Practicó la frase varias veces hasta que se sintió satisfecho de su imitación. Caperucita Roja llegó unos minutos más tarde y tocó a la puerta. El lobo se metió de un brinco en la cama y se cubrió con las mantas hasta la nariz. -¿Quién es? -preguntó con su voz fingida. -Soy yo, Caperucita Roja. -¡Oh, qué agradable sorpresa! Pasa -dijo el lobo feroz. Caperucita Roja entró y puso la cesta en la cocina. Luego, fue a darle un beso en la mejilla a su abuela. -¡Pobre abuelita! -exclamó Caperucita-. Te ves muy mal. Voy a darte algo de comer para que te mejores. -Muchas gracias, tesoro -dijo el lobo. Caperucita Roja comentó mientras cortaba unas rebanadas de pan: -Abuelita, ¡qué voz más ronca tienes! -Es para hablarte mejor -dijo el lobo. La niña le llevó el plato de sopa a la abuelita y agregó: -Esta sopa de pollo te sentará muy bien. -Gracias, tesoro -dijo el lobo feroz. Entonces, Caperucita se quedó mirando el gorro de la anciana. -Abuelita, ¿te están molestando las orejas? ¡Parecen tan grandes! -Están un poco inflamadas -dijo el lobo con su fingida voz-. Pero así te puedo escuchar mejor. Mientras hablaba, las mantas se resbalaron un poco, dejándole el hocico al descubierto. -¡Santo Dios! ¡Qué dientes más grandes! -¡Son para comerte! -rugió el lobo. En un segundo, Caperucita Roja acompañaba a su abuelita en la barriga del lobo. Satisfecho, se relamió una vez más y se recostó a hacer una siesta. Roncaba tan fuerte que llamó la atención de un cazador que pasaba por ahí.