El Hijo del Porteropágina 12 / 13
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Durante los dulces días de verano, don Jorge iba con frecuencia al palacio del conde. Lo echaban de menos si no lo hacía.
-Cuántos dones le ha hecho Dios, con preferencia a nosotros, pobres mortales -le decía Emilia.
-¿No le está muy agradecido?
A Jorge le halagaba oír aquellas alabanzas de labios de la hermosa muchacha, en quien encontraba altísimas aptitudes.
El general estaba cada vez más persuadido de la imposibilidad de que Jorge hubiese nacido en un sótano.
-Por otra parte, la madre era una excelente mujer -decía-. He de reconocerlo, aunque sea sobre su tumba.
Pasó el verano, llegó el invierno y nuevamente se habló de don Jorge. Era bien visto, y se le recibía en los lugares más encumbrados; el general hasta se encontró con él en un baile de la Corte.
Organizaron otro en casa en honor de la señorita Emilia. ¿Sería correcto invitar a don Jorge?
-Cuando el Rey invita, también puede hacerlo el general -dijo éste, creciéndose lo menos una pulgada.
Invitaron a don Jorge, y éste acudió; y acudieron príncipes y condes, y cada uno bailaba mejor que el anterior. Pero Emilia sólo bailó el primer baile; le dolía un pie, no es que fuera una cosa de cuidado, pero tenía que ser prudente, renunciar a bailar y limitarse a mirar a los demás. Y se estuvo sentada, mirando, con el arquitecto a su lado.
-Parece usted dispuesto a darle la basílica de San Pedro toda entera -dijo el general, pasando ante ellos con una sonrisa, muy complacido de sí mismo.
Con la misma sonrisa complaciente recibió a don Jorge unos días más tarde. Probablemente el joven venía a dar las gracias por la invitación al baile. ¿Qué otra cosa, si no? Pero, no: era otra cosa.
La más sorprendente, la más extravagante que cupiera imaginar: de sus labios salieron palabras de locura; el general no podía prestar crédito a sus oídos. «¡Inconcebible!», una petición completamente absurda: don Jorge solicitaba la mano de Emilita.