El Hijo del Porteropágina 11 / 13
-No les es del todo desconocido nuestro joven amigo, don Jorge.
La generala correspondió con una inclinación, la hija estuvo a punto de ofrecerle la mano, pero se retuvo.
-¡Nuestro pequeño amigo Jorge! -dijo el general-. Viejos amigos de casa. ¡Charmant!
-Viene usted hecho un perfecto italiano -le dijo la generala-. Hablará la lengua como un nativo, ¿verdad?
-Mi señora no habla el italiano, pero lo canta -explicó el general.
En la mesa, Jorge se sentó a la derecha de Emilia; el general había entrado del brazo de ella, mientras el conde lo daba a la generala.
Don Jorge habló y contó, y lo hizo bien; él fue quien ayudado por el anciano conde, animó la mesa con sus relatos y su ingenio. Emilia callaba, atento el oído, la mirada brillante. Pero no dijo nada.
Ella y Jorge se reunieron en la terraza, entre las flores; un rosal los ocultaba. De nuevo Jorge tenía la palabra; fue el primero en hablar.
-Gracias por su amable conducta con mi anciana madre -le dijo-. Sé que la noche en que falleció mi padre, usted bajó a su casa y permaneció a su lado hasta que se cerraron sus ojos. ¡Gracias!
Y cogiendo la mano de Emilia, la besó; bien podía hacerlo en aquella ocasión. Un vivo rubor cubrió las mejillas de la muchacha, que le respondió apretándole la mano y mirándole con sus expresivos ojos azules.
-Su madre es tan buena persona... ¡Cómo lo quiere! Me dejaba leer todas sus cartas; creo que lo conozco bien. ¡Qué bueno fue usted conmigo cuando yo era niña! Me daba dibujos...
-Que usted rompía -interrumpió Jorge.
-No, conservo aún una obra suya, en mi palacio.
-Ahora voy a construirlos de verdad -dijo Jorge, entusiasmándose con sus propias palabras.
El general y la generala discutían en su habitación acerca del hijo del portero, y convenían en que sabía moverse y expresarse.
-Podría ser preceptor - dijo el general.
-Tiene ingenio -se limitó a observar la generala.