El Hijo del Porteropágina 13 / 13
-¡Señor mío! -exclamó el general, poniéndose colorado como un cangrejo.
No lo comprendo en absoluto. ¿Qué dice usted? ¿Qué quiere? No lo conozco. ¿Cómo ha podido ocurrírsele venir a mi casa con esta embajada? No sé si debo quedarme o retirarme y andando de espaldas, se fue a su dormitorio y lo cerró con llave, dejando solo a Jorge. Éste aguardó unos minutos y luego se retiró.
En el pasillo estaba Emilia.
-¿Qué contestó mi padre? -dijo con voz temblorosa.
Jorge le estrechó la mano.
-Me dejó plantado. ¡Otro día estaré de mejor suerte!
Las lágrimas asomaron a los ojos de Emilia. En los del joven brillaban la confianza y el ánimo; el sol brilló sobre los dos, enviándoles su bendición.
Entretanto el general seguía en su habitación, fuera de sí por la ira. Su rabia le hacía desatarse en improperios:
-¡Qué monstruosa locura! ¡Qué desvaríos de portero!.
Menos de una hora después, la generala había oído la escena de boca de su marido. Llamó a Emilia a solas.
-¡Pobre criatura! ¡Ofenderte de este modo! ¡Ofendernos a todos!
Veo lágrimas en tus ojos, pero te favorecen. Estás encantadora llorando. Te pareces a mí el día de mi boda. ¡Llora, llora, Emilia querida!
-Sí, habré de llorar -replicó la muchacha- si tú y papá no decís que sí.
-¡Hija! -exclamó la generala-. Tú estás enferma, estás delirando, y por tu culpa voy a recaer en mi terrible jaqueca. ¡Qué desgracia ha caído sobre nuestra casa! ¿Quieres la muerte de tu madre, Emilia? Te quedarás sin madre.
Y a la generala se le humedecieron los ojos; no podía soportar la idea de su propia muerte.