En una gran ciudad - uno de esos lugares tan llenos de casas y de gentes, donde no hay suficiente espacio para que todos puedan tener un pequeño jardín y donde, en consecuencia, los que allí vivien deben contentarse con unas cuantas macetas -, había dos pobres niños que, sin embargo, tenían un jardín algo más grande que un simple tiesto de flores.
No eran hermanos, pero se querian tanto como si lo fueran. Las familias vivían en sendas buhardillas, justo enfrende una de otra; allí donde el tejado de una casa tocaba casi al de la otra, se abrían un par de pequeñas ventanas, una en cada buhardilla; bastaba dar un pequeño salto sobre los canalones que corrían junto a los aleros para pasar de una ventana a otra.
Cada familia tenía delante de su correspondiente ventana un cajón grande de madera en el que cultivaban hortalizas, que más tarde pasarían a la mesa, y en que crecía también un pequeño rosal; los dos rosales, uno en cada cajón, crecían fuertes y hermosos. Un día, los padres tuvieron la idea de colocarlos perpendicularmente a los canalones, de modo que casi llegaban de ventana a ventana, ofreciendo el aspecto de dos verdaderos jardines. Los tallos de los guisantes colgaban a ambos lados y los rosales alargaban sus ramas enmarcando las ventanas e inclinándose cada uno hacia el otro; parecían dos arcos de triunfo de hojas y de flores. Como los cajones estaban situados muy altos, los niños sabían que no debían trepar hasta ellos, aunque a veces les daban permiso para subir y reunirse, sentándose bajo las rosas en sus pequeños taburetes. jugar allí era una verdadera delicia.
Pero esta diversión les estaba vedada durante el invierno. Con frecuencia las ventanas se cubrían de escarcha y encontes los niños calentaban en la estufa una moneda de cobre, poniéndola a continuación sobre el helado cristal de la ventana; conseguían así una magnífica mirilla perfectamente redonda; detrás, espiaba un ojo afectuoso, uno en cada mirilla. El niño se llamaba Kay, y la niña, Gerda. Durante el verano podían reunirse con sólo dar un salto, en invierno había que bajar muchos pisos y subir otros tantos; afuera, los copos de nieve revoloteaban en el aire.