- Son abejas blancas que juegan en el aire - decía la abuela.
- ¿También ellas tienen una reina? - preguntaba el niño, sabiendo que las verdaderas abejas tienen.
- ¡Claro que si!- decía la abuela-. Vuela en medio del grupo más denso, es la más grande de todas y jamás se queda en tierra, pues, en cuanto toca el suelo, vuelve a partir enseguida hacia las nubes. A menudo, en las noches de inviero, recorre las calles de la ciudad, mira por las ventanas y entonces los cristales se hielan de forma extraña como si se cubrieran de flores.
- ¡Sí, sí, yo lo he vist! - dijeron a la vez los niños, comprobando así que la abuela no mentía.
- ¿Puede venir aquí al Reina de las Nieves? - Preguntó la niña.
- ¡Que venga! - dijo el niño - La pondré sobre la estufa y se derretirá.
La abuela le acarició los cabellos y le contó otras historias. Por la noche, cuando el pequeño Kay estaba a medio desnudarse, se subió a la silla que había junto a la ventana y cerrando un ojo miró por su pequeña mirilla redonda; en la calle, caían algunos copos de nieve; uno de ellos, el más grande, quedó al borde del cajón de flores; el copo creció y creció y acabó por convertirse en una mujer, vestida con un maravilloso manto blanco que parecía estar hecho de millones de copos estrallados. Era de una belleza cautivadora, aunque de un hielo brillante y enceguecedor y , sin embargo, tenía vida; sus ojos centelleaban como estrellas, mas no había en ellos ni calma ni sosiego. Hizo una seña con la cabeza y, mirando hacia la ventana, levantó su mano. El niño se llevó tal susto que cayó de la silla; le pareció entonces que un gran pájaro pasaba volando delante de su ventana.
El día siguiente fue frío y seco ... luego vino el deshielo ... y, por fin, llegó la primavera. Brillaba cálido el sol, comenzaban las yemas a despuntar en los árboles, construían sus nidos las golondrinas, se abrían las ventanas en las casas y los dos niños se sentaban de nuevo en su pequeño jardín, allá arriba, junto al canalón que discurría a lo largo del tejado.