Riquete, él del copetepágina 2 / 7
A medida que las dos princesas crecieron, sus perfecciones crecieron también con ellas, y se hablaba por todas partes tanto de la belleza de la mayor como del ingenio de la pequeña. Bien es cierto que sus defectos fueron aumentando con la edad. La pequeña se afeaba a ojos vista y la mayor se convertía en más estúpida a cada nueva jornada que transcurría, porque o bien ella no respondía a nada de aquello que le preguntaban o bien soltaba una tontería. Era tan torpe que no podía colocar cuatro porcelanas sobre el borde de una chimenea sin romper alguna, ni beberse un vaso de agua sin derramar la mitad sobre sus vestidos. Aunque la belleza sea una gran ventaja para una joven, era su hermana pequeña, entretanto, quien llamaba la atención en todas las recepciones pese a su falta de hermosura. Al principio todos aproximábanse a la más bonita con objeto de verla y admirarla, no obstante, enseguida se acercaban a quien de las dos tenía más inteligencia, para deleitarse con su ingeniosa charla y ninguno se sorprendía ya de que en menos de un cuarto de hora la mayor no tuviera a nadie a su alrededor, y todo el mundo estuviera rodeando a la pequeña. La primogénita, aunque fuese muy estúpida, se daba cuenta y hubiese regalado toda su belleza por tener la mitad de inteligencia que su hermana. La reina, pese a saber el porque sucedía esto, no pudo callarse, reprochándole en más de una ocasión, tanta simpleza, lo cual casi hacía morir de dolor a la pobre princesita. Un día que ella se había retirado al bosque para lamentarse de su desgracia, vio venir a su encuentro a un hombrecillo muy feo y desagradable, pero vestido magníficamente. Era el joven príncipe Riquete el del Copete, que estaba enamorado de la princesa después de ver los retratos que de ella circulaban por doquier, habiendo dejado el reino de su padre para tener el placer de verla y hablarle. Encantado de hallarla a solas, la abordó con todo el respeto y toda la cortesía imaginables. Mas después de haberle hecho los cumplidos de rigor, se mostró solícito al indicarle que la veía muy melancólica, y añadió: No comprendo, Señora, como alguien de vuestra belleza pueda estar tan triste como aparentáis, pues aunque yo pueda vanagloriarme de haber visto infinidad de hermosas damas, afirmo que jamás he contemplado beldad que se asemeje a la vuestra.
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