La Bella Durmiente del Bosquepágina 4 / 5
Pasaron a un salón de espejos y allí cenaron, atendido por los servidores de la princesa; violines y oboes interpretaron piezas antiguas pero excelentes, que ya no se tocaban desde hacía casi cien años; y después de la cena, sin pérdida de tiempo, el capellán los casó en la capilla del castillo, y la dama de honor les cerró las cortinas: durmieron poco, la princesa no lo necesitaba mucho, y el príncipe la dejó por la mañana temprano para regresar a la ciudad, donde su padre debía estar preocupado por él. El príncipe le dijo que estando de caza se había perdido en el bosque y que había pasado la noche en la choza de un carbonero quien le había dado de comer queso y pan negro. El rey: su padre, que era un buen hombre, le creyó, pero su madre no quedó muy convencida, y al ver que iba casi todos los días a cazar y que siempre tenía una excusa a mano cuando pasaba dos o tres noches afuera, ya no dudó que se trataba de algún amorío; pues vivió más de dos años enteros con la princesa y tuvieron dos hijos siendo la mayor una niña cuyo nombre era Aurora, y el segundo un varón a quien llamaron el Día porque parecía aún más bello que su hermana. La reina le dijo una y otra vez a su hijo para hacerlo confesar, que había que darse gusto en la vida, pero él no se atrevió nunca a confiarle su secreto; aunque la quería, le temía, pues era de la raza de los ogros, y el rey se había casado con ella por sus riquezas; en la corte se rumoreaba incluso que tenía inclinaciones de ogro, y que al ver pasar niños, le costaba un mundo dominarse para no abalanzarse sobre ellos; de modo que el príncipe nunca quiso decirle nada. Mas, cuando murió el rey, al cabo de dos años, y él se sintió el amo, declaró públicamente su matrimonio y con gran ceremonia fue a buscar a su mujer al castillo. Se le hizo un recibimiento magnífico en la capital a donde ella entró acompañada de sus dos hijos.
Algún tiempo después, el rey fue a hacer la guerra contra el emperador Cantalabutte, su vecino. Encargó la regencia del reino a su madre, recomendándole mucho que cuidara a su mujer y a sus hijos. Debía estar en la guerra durante todo el verano, y apenas partió, la reina madre envió a su nuera y sus hijos a una casa de campo en el bosque para poder satisfacer más fácilmente sus horribles deseos. Fue allí algunos días más tarde y le dijo una noche a su mayordomo. -Mañana para la cena quiero comerme a la pequeña Aurora. -¡Ay! señora -dijo el mayordomo. -¡Lo quiero! -dijo la reina (y lo dijo en un tono de ogresa que desea comer carne fresca)-, y deseo comérmela con salsa, Roberto. El pobre hombre, sabiendo que no podía burlarse de una ogresa, tomó su enorme cuchillo y subió al cuarto de la pequeña Aurora; ella tenía entonces cuatro años y saltando y corriendo se echó a su cuello pidiéndole caramelos. Él se puso a llorar, el cuchillo se le cayó de las manos, y se fue al corral a degollar un corderito, cocinándolo con una salsa tan buena que su ama le aseguró que nunca había comido algo tan sabroso. Al mismo tiempo llevó a la pequeña Aurora donde su mujer para que la escondiera en una pieza que ella tenía al fondo del corral. Ocho días después, la malvada reina le dijo a su mayordomo: -Para cenar quiero al pequeño Día. Él no contestó, habiendo resuelto engañarla como la primera vez. Fue a buscar al niño y lo encontró, florete en la mano, practicando esgrima con un mono muy grande, aunque sólo tenía tres años. Lo llevó donde su mujer, quien lo escondió junto con Aurora, y en vez del pequeño Día, sirvió un cabrito muy tierno que la ogresa encontró delicioso. Hasta aquí la cosa había marchado bien; pero una tarde, esta reina perversa le dijo al mayordomo: -Quiero comerme a la reina con la misma salsa que sus hijos. Esta vez el pobre mayordomo perdió la esperanza de poder engañarla nuevamente. La joven reina tenía más de 20 años, sin contar los cien que había dormido: aunque hermosa y blanca su piel era algo dura; ¿y cómo encontrar en el corral un animal tan duro? Decidió entonces, para salvar su vida, degollar a la reina, y subió a sus aposentos con la intención de terminar de una vez. Tratando de sentir furor y con el puñal en la mano, entró a la habitación de la reina. Sin embargo, no quiso sorprenderla y en forma respetuosa le comunicó la orden que había recibido de la reina madre. -Cumple con tu deber -le dijo ella, tendiendo su cuello-; ejecuta la orden que te han dado; iré a reunirme con mis hijos, mis pobres hijos tan queridos -(pues ella los creía muertos desde que los había sacado de su lado sin decirle nada). -No, no, señora -le respondió el pobre mayordomo, enternecido-, no morirás, y tampoco dejarás de reunirte con tus queridos hijos, pero será en mi casa donde los tengo escondidos, y otra vez engañaré a la reina, haciéndole comer una cierva en lugar tuyo.