Francescapágina 7 / 8
Ya no leían; y así pasaron muchas horas, con las manos tan heladas sobre el libro, que poco a poco se les fue congelando toda la carne. Sólo allá adentro, con grandes golpes sordos, los corazones seguían viviendo en una sombría intensidad de crimen. Y tantas horas pasaron, que la luna acabó por bañarlos con su luz.
Galeoto fue el libro… –dice el poeta–. ¡Oh, no, Dios mío! Fue el astro.
Miráronse entonces; y lo que había en sus ojos no era delicia, sino dolor.
Algo tan distante del beso, que en ello cabía la eternidad. El alma de la joven asomábase a sus ojos deshecha en llanto, como una blanca nube que se vuelve lluvia al fresco de la tarde. ¡Y aquellos ojos, oh, aquellos ojos negros como dos golondrinas de la Pasión, qué sacrificio de ternura abismaban en el heroísmo de su silencio! ¡Ay, vosotros los que sólo en la dicha habéis amado, envidiad la tortura de esos amantes que, en el crepúsculo llorado por las esquilas, gozaban, padeciendo de amor, toda la poesía de las tardes amorosas, difundida en penas de navegantes, de ausentes y sentimentales peregrinos, como en el canto VIII del Purgatorio:
Era già l'ora che volge il disio
ai navicanti e 'ntenerisce il core
lo di c'han detto ai dolci amici addio;
e che lo novo peregrin d'amore
punge, s'é ode squilla di lontano
che paia il giorno pianger che si more.
Pálidos hasta la muerte, la luna aguzaba todavía su palidez con una desoladora convicción de eternidad; y cuando el llanto desbordó en gotas vivas –lo único que vivía en ellos– sobre sus manos, comprendieron que las palabras, los besos, la posesión misma, eran nada como afirmación de amor, ante la dicha de haber llorado juntos. La luna seguía su obra, su obra de blancura y redención, más allá del deber y de la vida…
Una sombra emergió de la trasalcoba, manchó fugazmente el pavimento de losas blancas y negras, se escabulló por la puertecilla que daba acceso al piso, y por él a la torre.