Grisélidapágina 2 / 11
Dada la respuesta, el príncipe montó a caballo, y a escape dirigiose en busca de su traílla, que se había adelantado y le esperaba en la llanura. En cuanto llegó, soltáronse los perros, resonaron las trompas y comenzó la cacería, ganándoles a todos en ardor; y tanto fue este y tanto se alejó de su comitiva, que al detener el caballo cubierto de sudor después de una vertiginosa carrera, observó que estaba solo y que no oía los ladridos de los perros ni los ecos de las trompas.
Hallose en un sitio encantador, donde los arroyuelos murmuraban, las flores del prado perfumaban el ambiente y los verdes árboles daban fresca sombra; y mientras estaba extasiado en la contemplación de la naturaleza, apareció a su vista una joven; y tal efecto le produjo, que creyó eran los ojos del corazón los que la miraban, no los del cuerpo. La joven era una pastora que estaba apacentando su rebaño y mientras tanto hilaba a orillas de un arroyo. Su tez era blanca, sus mejillas recordaban las rosas, sus labios el clavel, sus ojos el azul del cielo y su mirada la luz de las estrellas.
El príncipe no se cansaba de mirarla; dirigiose hacia ella, y como al ruido levantase la cabeza y le viera, de tal manera tiñose de grana su rostro, que el príncipe creyó que aquel día la aurora se había asomado dos veces al horizonte. Debajo de su rubor el príncipe descubrió una sencillez, una dulzura, una sinceridad de que había creído incapaz al bello sexo, y presa de una emoción por él hasta entonces desconocida, se acercó con timidez a la pastora y le dijo:
-He perdido de vista a mis compañeros. ¿Podríais decirme si la cacería ha pasado por aquí?
-No, señor, contestó la joven; pero os enseñaré un camino que os llevará al lado de vuestros amigos.
-Gracias, bella joven, añadió el príncipe. Muchas veces he estado en estos lugares, pero hasta ahora no he sabido ver lo más precioso que hay en ellos.
Al decir estas palabras, inclinose para beber en el arroyo y apagar la ardiente sed que le devoraba.