Blancanieve y Rojaflorpágina 2 / 7
Blancanieve y Rojaflor tenían la choza de su madre tan limpia y aseada, que era una gloria verla. En verano, Rojaflor cuidaba de la casa, y todas las mañanas, antes de que se despertase su madre, le ponía un ramo de flores frente a la cama; y siempre había una rosa de cada rosal. En invierno, Blancanieve encendía el fuego y suspendía el caldero de las llares; y el caldero, que era de latón, relucía como oro puro, de limpio y bruñido que estaba. Al anochecer, cuando nevaba, decía la madre:
- Blancanieve, echa el cerrojo - y se sentaban las tres junto al hogar, y la madre se ponía los lentes y leía de un gran libro. Las niñas escuchaban, hilando laboriosamente; a su lado, en el suelo, yacía un corderillo, y detrás, posada en una percha, una palomita blanca dormía con la cabeza bajo el ala.
Durante una velada en que se hallaban las tres así reunidas, llamaron a la puerta.
- Abre, Rojaflor; será algún caminante que busca refugio -dijo la madre.
Corrió Rojaflor a descorrer el cerrojo, pensando que sería un pobre; pero era un oso, el cual asomó por la puerta su gorda cabezota negra. La niña dejó escapar un grito y retrocedió de un salto; el corderillo se puso a balar, y la palomita, a batir de alas, mientras Blancanieve se escondía detrás de la cama de su madre.
Pero el oso rompió a hablar:
- No temáis, no os haré ningún daño. Estoy medio helado y sólo deseo calentarme un poquitín.
- ¡Pobre oso! -exclamó la madre-; échate junto al fuego y ten cuidado de no quemarte la piel-. Y luego, elevando la voz: - Blancanieve, Rojaflor, salid, que el oso no os hará ningún mal; lleva buenas intenciones.