El chelín de platapágina 1 / 4
Cuento por Hans Christian Andersen
Érase una vez un chelín. Cuando salió de la ceca, pegó un salto y gritó, con su sonido metálico «¡Hurra! ¡Me voy a correr mundo!». Y, efectivamente, éste era su destino.
El niño lo sujetaba con mano cálida, el avaro con mano fría y húmeda; el viejo le daba mil vueltas, mientras el joven lo dejaba rodar. El chelín era de plata, con muy poco cobre, y llevaba ya todo un año corriendo por el mundo, es decir, por el país donde lo habían acuñado. Pero un día salió de viaje al extranjero. Era la última moneda nacional del monedero de su dueño, el cual no sabía ni siquiera que lo tenía, hasta que se lo encontró entre los dedos.
-¡Toma! ¡Aún me queda un chelín de mi tierra! -exclamó- ¡Hará el viaje conmigo!
Y la pieza saltó y cantó de alegría cuando la metieron de nuevo en el bolso. Y allí estuvo junto a otros compañeros extranjeros, que iban y venían, dejándose sitio unos a otros mientras el chelín continuaba en su lugar. Era una distinción que se le hacía.
Llevaban ya varias semanas de viaje, y el chelín recorría el vasto mundo sin saber fijamente dónde estaba. Oía decir a las otras monedas que eran francesas o italianas. Una explicaba que se encontraban en tal ciudad, pero el chelín no podía formarse idea. Nada se ve del mundo cuando se permanece siempre metido en el bolso, y esto le ocurría a él. Pero un buen día se dio cuenta de que el monedero no estaba cerrado, por lo que se asomó a la abertura, para echar una mirada al exterior. Era una imprudencia, pero pudo más la curiosidad, y esto se paga. Resbaló y cayó al bolsillo del pantalón, y cuando, a la noche, fue sacado de él el monedero, nuestro chelín se quedó donde estaba y fue a parar al vestíbulo con las prendas de vestir; allí se cayó al suelo, sin que nadie lo oyera ni lo viese. A la mañana siguiente volvieron a entrar las prendas en la habitación; el dueño se las puso y se marchó, pero el chelín se quedó atrás. Alguien lo encontró y lo metió en su bolso, para que tuviera alguna utilidad.