Cuéntase que había una vez un príncipe, llamado Andana, hijo del rey Perico y de la reina Mari-Castaña, que tenía el gravísimo defecto de carecer de memoria. Todo cuanto oía, veía, hacía o decía lo olvidaba en el acto. Los reyes, muy preocupados, llamaron en consulta a los mejores médicos del reino y éstos, después de largas y profundas deliberaciones, llegaron al acuerdo de que ninguno de ellos conocía remedio alguno para el mal que aquejaba al joven príncipe, presentando al rey un extenso, dictamen, en el que le aconsejaban que enviara a Andana a recorrer el mundo, asegurándole que de este modo, cuando volviera, recordaría, si no todo, algo de lo que viera. Tanto el rey Perico como su esposa, la reina Mari-Castaña, acogieron con alborozo el consejo de los sabios doctores, concediéndoles cruces y distinciones en premio a su fenomenal talento y sapiencia. Inmediatamente decidieron poner en práctica la atinadísima sugerencia de los sesudos varones y la reina Mari-Castaña preparó con sus reales manos una suculenta merienda al infante desmemoriado, diósela, junto con su bendición y algunos consejos, y le despidió llorando a lágrima viva. El príncipe emprendió la marcha. Al poco rato no se acordaba ni de las lágrimas de su madre, ni de los consejos, ni de que llevaba merienda. Continuó andando, hasta que sintió un hambre atroz y, viendo una posada, entró en ella. Pidió de comer; le sirvieron una suculenta comida, pues le habían reconocido, y cuando hubo terminado se marchó sin acordarse de pagar la cuenta al posadero. Andando, andando, llegó nuestro héroe, a orillas del mar. Sentía sed, y al ver una riquísima viña, entró a coger uvas, pero el guarda le confundió con un ladronzuelo vulgar y para escarmentarlo lo arrojó de cabeza al mar. El pobre Andana no recordó' si sabía nadar o no, pero cuando salió a la superficie empezó a mover brazos y pies y comprobó; con gran satisfacción que se sostenía a flote. Sin embargo, había olvidado dónde estaba la playa y empezó a nadar mar adentro, hasta que, cuando estaba ya casi desfallecido por el tremendo esfuerzo realizado, fue recogido por un barco que navegaba hacia Turquía. En aquellos tiempos era soberano de aquella nación el Gran Turco, déspota sanguinario y cruel, a quien todo el pueblo odiaba y temía. Ya tenía más de sesenta años y estaba completamente ciego, pues se le habían formado cataratas en los ojos.