Se quedaría en la Corte, en una jaula particular, con libertad para salir dos veces durante el día y una durante la noche. Pusieron a su servicio diez criados, a cada uno de los cuales estaba sujeto por medio de una cinta de seda que le ataron alrededor de la pierna. La verdad es que no eran precisamente de placer aquellas excursiones.
La ciudad entera hablaba del notabilísimo pájaro, y cuando dos se encontraban, se saludaban diciendo el uno: «Rui» y respondiendo el otro: «Señor»; luego exhalaban un suspiro, indicando que se habían comprendido. Hubo incluso once verduleras que pusieron su nombre a sus hijos, pero ni uno de ellos resultó capaz de dar una nota.
Un buen día el Emperador recibió un gran paquete rotulado: «El ruiseñor».
-He aquí un nuevo libro acerca de nuestro famoso pájaro -exclamó el Emperador. Pero resultó que no era un libro, sino un pequeño ingenio puesto en una jaula, un ruiseñor artificial, imitación del vivo, pero cubierto materialmente de diamantes, rubíes y zafiros. Sólo había que darle cuerda y se ponía a cantar una de las melodías que cantaba el de verdad, levantando y bajando la cola, todo él un ascua de plata y oro. Llevaba una cinta atada al cuello y en ella estaba escrito: «El ruiseñor del Emperador del Japón es pobre en comparación con el del Emperador de la China».
-¡Soberbio! -exclamaron todos, y el emisario que había traído el ave artificial recibió inmediatamente el título de Gran Portador Imperial de Ruiseñores.
-Ahora van a cantar juntos. ¡Qué dúo harán!
Y los hicieron cantar a dúo; pero la cosa no marchaba, pues el ruiseñor auténtico lo hacía a su manera y el artificial iba con cuerda.
-No se le puede reprochar -dijo el Director de la Orquesta Imperial-; mantiene el compás exactamente y sigue mi método al pie de la letra.
En adelante, el pájaro artificial tuvo que cantar solo. Obtuvo tanto éxito como el otro; además, era mucho más bonito, pues brillaba como un puñado de pulseras y broches.