Los seis cisnespágina 4 / 6
Pero la muchacha había adoptado la firme resolución de redimir a sus hermanos, aunque le costase la vida. Salió de la cabaña y se fue al bosque, donde pasó la noche, oculta entre el ramaje de un árbol. A la mañana siguiente empezó a recoger velloritas para hacer las camisas. No podía hablar con nadie, y, en cuanto a reír, bien pocos motivos tenía. Llevaba ya mucho tiempo en aquella situación, cuando el Rey de aquel país, yendo de cacería por el bosque, pasó cerca del árbol que servía de morada a la muchacha. Unos monteros la vieron y la llamaron:
- ¿Quién eres? -pero ella no respondió.
- Baja -insistieron los hombres-. No te haremos ningún daño -. Más la doncella se limitó a sacudir la cabeza.
Los cazadores siguieron acosándola a preguntas, y ella les echó la cadena de oro que llevaba al cuello, creyendo que así se darían por satisfechos. Pero como los hombres insistieran, les echó el cinturón y luego las ligas y, poco a poco, todas las prendas de que pudo desprenderse, quedando, al fin, sólo con la camiseta. Más los tercos cazadores treparon a la copa del árbol y, bajando a la muchacha, la condujeron ante el Rey, el cual le pregunto:
- ¿Quién eres? ¿Qué haces en el árbol? -pero ella no respondió. El Rey insistió, formulando de nuevo las mismas preguntas en todas las lenguas que conocía. Pero en vano; ella permaneció siempre muda.
No obstante, viéndola tan hermosa, el Rey se sintió enternecido, y en su alma nació un gran amor por la muchacha. La envolvió en su manto y, subiéndola a su caballo, la llevó a palacio. Una vez allí mandó vestirla con ricas prendas, viéndose entonces la doncella más hermosa que la luz del día. Más no hubo modo de arrancarle una sola palabra. Sentóla a su lado en la mesa y su modestia y recato le gustaron tanto, que dijo: