El Hombre de la Piel de Osopágina 4 / 5
-Te dejo hasta dentro de tres años. Si vuelvo nos casaremos, pero si no vuelvo es que he muerto y entonces serás libre. Pide a Dios que me conserve la vida.
La pobre joven estaba siempre triste desde aquel día y se le saltaban las lágrimas cuando se acordaba de su futuro marido. Sus hermanas, por su parte, la dirigían las chanzas más groseras.
-Ten cuidado -decía la mayor- cuando le des la mano, no te desuelle con su pata.
-Desconfía de él -le decía la segunda- los osos son aficionados a la carne blanca; si le gusta te comerá.
-Tendrás que hacer siempre su voluntad -añadía la mayor- pues de otro modo no te faltarán gruñidos.
-Pero -añadía la segunda- el baile de la boda será alegre; los osos bailan mucho y bien.
La pobre joven dejaba hablar a sus hermanas sin incomodarse. En cuanto al hombre de la Piel de Oso, andaba siempre por el mundo haciendo todo el bien que podía y dando generosamente a los pobres para que pidiesen por él.
Cuando llegó al fin el último día de los siete años, volvió al desierto y se puso en la plazuela de árboles. Se levantó un aire muy fuerte, y no tardó en presentarse el diablo de muy mal humor; dio al soldado sus vestidos viejos y le pidió el suyo verde.
-Espera -dijo Piel de Oso- es preciso que me limpies antes.
El diablo se vio obligado, bien a pesar suyo, a ir a buscar agua y lavarle, peinarle el pelo y cortarle las uñas. El joven tomó el aire de un bravo soldado mucho mejor mozo de lo que era antes.
Piel de Oso se sintió aliviado de un gran peso cuando partió el diablo sin atormentarle de ningún otro modo. Volvió a la ciudad y se puso un magnífico vestido de terciopelo, y subiendo a un coche tirado por cuatro caballos blancos se hizo conducir a casa de su prometida. Nadie lo conoció; el padre lo tomó por un oficial superior y lo condujo al cuarto donde se hallaban sus hijas. Las dos mayores lo hicieron sentar a su lado, le sirvieron una excelente comida, y declararon que no habían visto nunca un caballero tan buen mozo. En cuanto a su prometida, estaba sentada enfrente de él con su vestido negro, los ojos bajos y sin decir una sola palabra.