El Hijo del Porteropágina 8 / 13
-Desde luego -respondió la madre-, aunque no creo yo que les debamos gran cosa. Daré las gracias a Dios, y se las daré también por el restablecimiento de Emilita.
La niña salía adelante, en efecto, y lo mismo hacía Jorge. Al cabo de un año ganó la segunda medalla de plata, y después, la primera.
* * *
-¡Más nos hubiera valido ponerlo de aprendiz! -exclamaba llorando la mujer del portero-; así lo hubiéramos tenido a nuestro lado. ¿Qué se le ha perdido en Roma? No volveré a verlo, aunque regrese algún día. ¡Pero nunca volverá mi hijo querido!
-¡Pero si es por su bien, si es un gran honor para él! -la consolaba el padre.
-Gracias por tus consuelos -protestó la mujer-, pero ni tú mismo crees lo que estás diciendo. ¡Estás tan triste como yo!
La aflicción de los padres era justificada, pero no lo era menos el viaje. Para el muchacho era una gran suerte, decía la gente.
Llegó la hora de despedirse, incluso de la familia del general. La señora no salió, pues sufría de fuerte jaqueca. El general le repitió su única anécdota, lo que había dicho al príncipe y la respuesta de éste: «Es usted incomparable». Luego le tendió la blanda mano. Emilia se la estrechó a su vez, parecía afligida, pero Jorge estaba aún más triste.
* * *
El tiempo pasa deprisa cuando se trabaja; pero también cuando no se hace nada. El tiempo es igual de largo, pero no de útil. Para Jorge era provechoso, pero no largo ni mucho menos, excepto cuando pensaba en los seres queridos que había dejado en casa. ¿Qué tal irían las cosas en el primer piso y en el sótano? Se escribían, naturalmente. ¡Cuántas cosas puede reflejar una carta! Días de sol y otros turbios y difíciles. Así llegó una anunciando que su padre había muerto y que la madre quedaba sola. Emilia se había portado como un ángel de consuelo. Había bajado al sótano, escribía la madre, añadiendo que le permitían continuar de portera.