Colás el chico y Colás el grandepágina 3 / 11
Oyó entonces en la carretera el trote de un caballo que se dirigía a la casa; era el marido de la campesina, que regresaba.
El marido era un hombre excelente, y todo el mundo lo apreciaba; sólo tenía un defecto: no podía ver a los sacristanes; en cuanto se le ponía uno ante los ojos, entrábale una rabia loca. Por eso el sacristán de la aldea había esperado a que el marido saliera de viaje para visitar a su mujer, y ella le había obsequiado con lo mejor que tenía. Al oír al hombre que volvía se asustaron los dos, y ella le pidió al sacristán que se ocultase en un gran arcón vacío, pues sabía muy bien la inquina de su esposo por los sacristanes. Se apresuró a esconder en el horno las sabrosas viandas y el vino, no fuera que el marido lo observara y le pidiera cuentas.
-¡Qué pena! -suspiró Colás desde el tejado del cobertizo, al ver que desaparecía el banquete.
-¿Quién anda por ahí? -preguntó el campesino mirando a Colás-. ¿Qué haces en la paja? Entra, que estarás mejor.
Entonces Colás le contó que se había extraviado, y le rogó que le permitiese pasar allí la noche.
-No faltaba más -le respondió el labrador-, pero antes haremos algo por la vida.
La mujer recibió a los dos amablemente, puso la mesa y les sirvió una sopera de papillas. El campesino venía hambriento y comía con buen apetito, pero Nicolás no hacía sino pensar en aquel suculento asado, el pescado y el pastel escondidos en el horno.
Debajo de la mesa había dejado el saco con la piel de caballo; ya sabemos que iba a la ciudad para venderla. Como las papillas se le atragantaban, oprimió el saco con el pie, y la piel seca produjo un chasquido.
-¡Chit! -dijo Colás al saco, al mismo tiempo que volvía a pisarlo y producía un chasquido más ruidoso que el primero.
-¡Oye! ¿Qué llevas en el saco? -preguntó el dueño de la casa.
-Nada, es un brujo -respondió el otro-. Dice que no tenemos por qué comer papillas, con la carne asada, el pescado y el pastel que hay en el horno.