Ana Isabelpágina 5 / 9
-¡Se hunde el mundo! ¡Cógete fuertemente a mí, que después de todo eres mi madre! Tienes un ángel en el cielo. ¡Cógete a mí, cógete fuertemente!
En esto se produjo un gran estruendo; seguramente era el mundo que se salía de quicio. Pero el ángel la levantó, sosteniéndola tan firmemente por las mangas que a ella le pareció que la levantaban de la Tierra. Pero algo muy pesado se había agarrado a sus piernas y la sujetaba por la espalda, como si centenares de mujeres la agarrasen, diciendo: «¡Si tú has de salvarte, también hemos de salvarnos nosotras! ¡Tente firme, tente firme!». Y todas se colgaban de ella. Aquello era demasiado. Se oyó un ¡ris, ras!, la manga se desgarró, y Ana Isabel cayó desde una altura enorme. La despertó la sacudida y estuvo a punto de irse al suelo con la silla en que se sentaba. Se sentía tan trastornada, que no recordaba siquiera lo que había soñado: indudablemente había sido algo malo.
Tomaron el café y hablaron, y luego Ana Isabel se encaminó a la ciudad próxima, para ver al carretero, con el que debía regresar a su tierra aquella misma noche. Mas el hombre le dijo que no podía emprender el regreso hasta la tarde del día siguiente. Calculó ella entonces lo que le costaría quedarse allí, así como la distancia, y le pareció que la abreviaría cosa de dos millas si, en vez de seguir la carretera, tomaba por la costa. El tiempo era espléndido, y brillaba la luna llena. Ana Isabel decidió marcharse a pie; al día siguiente podría estar en casa.
El sol se había puesto y las campanas vespertinas doblaban aún; pero no, eran las ranas de Peder Oxe, que croaban en el cenagal. Cuando se callaron, todo quedó silencioso; no se oía ni un pájaro, todos se habían acostado, y la lechuza aún no había salido. Reinaba un gran silencio en el bosque y en la orilla, por la que andaba; sólo percibía el rumor de sus propios pasos en la arena. No se oía ni el chapoteo del agua; del mar no llegaba ni un rumor. Todo estaba mudo, los vivos y los muertos.