El rey Pico de Tordopágina 3 / 4
- Bien veo que no sirves para esto - dijo el marido. - Mejor será que hiles, tal vez lo hagas mejor. Instalóse ella y se esforzó en hilar; pero la recia hebra no tardó en herirle los dedos, haciendo brotar la sangre.
- Ya lo ves - díjole el hombre. - No sirves para ningún trabajo. ¡Mal negocio he hecho contigo! Probaremos a montar un comercio de alfarería. Irás al mercado a vender ollas y pucheros.
- ¡Dios mío! - pensó ella. - Si aciertan a pasar por el mercado gentes del reino de mi padre y me ven allí sentada vendiendo cacharros, ¡cómo se burlarán de mí! Pero no hubo más remedio; o resignarse, o morirse de hambre. La primera vez, la cosa fue bastante bien, pues la hermosura de la joven atraía a la gente, que pagaba lo que ella pedía, e incluso algunos le dieron el dinero sin llevarse la mercancía. El matrimonio vivió un tiempo de lo ganado, y, al terminarse el dinero, el hombre se procuró otra partida de ollas y cazuelas. Situóse la princesa en un ángulo de la plaza, y expuso los objetos a su alrededor. De pronto acercóse a caballo un húsar borracho; iba al trote y, metiéndose en medio de los cacharros, en un momento los redujo todos a pedazos. Echóse la joven a llorar y, angustiada, no sabía que hacer.
- ¡Ay, qué será de mí! - exclamó. - ¡Qué va a decir mi marido! Corrió a su casa y le explicó el percance.
- ¿A quién se le ocurre ponerse en el ángulo de la plaza con vasijas de barro? - increpóla el marido.
- Bueno, déjate de llorar, bien veo que no sirves para ningún trabajo serio. He estado en el palacio de nuestro rey a preguntar si necesitaban una asistenta de cocina, y me han prometido ocuparte. Así te ganarás la comida. Y ahí tenemos a la princesa convertida en asistenta de cocina, ayudando al cocinero y encargándose de los trabajos más rudos. Se metió unos pucheritos en los bolsillos, y en ellos guardaba lo que le daban de las sobras, lo llevaba a su casa y de aquello comían los dos. Corrió que debía celebrarse la boda del hijo mayor del Rey, y la pobre mujer, deseosa de presenciar la fiesta, se colocó en la puerta de la sala. Cuando, ya encendidas las luces, empezaron a entrar los invitados - si uno bellamente ataviado, el otro más, - ella, al ver tanta pompa y magnificencia, acordóse, con amargura, de su suerte, y maldijo su orgullo y soberbia, culpables de su humillación y miseria. De los manjares tan apetitosos que eran traídos y llevados por los camareros, y cuyos aromas llegaban hasta ella, los criados le arrojaban de vez en cuando unos bocados, que la mujer guardaba en sus pucheritos, para llevarlos a casa. Entró el Príncipe, vestido de terciopelo y seda, con cadenas de oro alrededor del cuello, y, al ver a aquella hermosa mujer, de pie junto a la puerta, tomóla de la mano para bailar con ella. Pero la princesa se resistió, asustada, pues reconoció en el doncel al rey «Pico de tordo», su ex-pretendiente, al que rechazara y ofendiera con sus burlas. De nada le sirvió su resistenci , pues él la obligó a entrar en la sala. Rompiósele la cinta con que ataba sus pucheros, y éstos cayeron al suelo, desparramándose la sopa y demás viandas. Todos los presentes Prorrumpieron en carcajadas y burlas, quedando ella avergonzada y deseando que la tierra se abriese bajo sus pies. Corrió a la puerta para huir, pero, en la escalera, un hombre la alcanzó y la obligó a retroceder. Al mirarlo ella, encontróse de nuevo con el rey «Pico de tordo», el cual le dijo afectuosamente: