La Hada Berliquetapágina 4 / 6
Un hombre exasperado, furioso, sale de la casa de campo, gritando:
—Me han robado. Acaban de robarme mis barras de oro.
—Nadie os las ha robado, exclamó Chilindrina. No han hecho más que pasar de un bolsillo á otro.
—¡Hola, bellaco! ¿con que tú sabes quién ha sido? Pues á pesar de tus mofletes frescos como una rosa, yo haré que te ahorquen.
Chilindrina, muy contento con saber que la buena accion que acababa de hacer habia tan pronto cambiado el color de sus facciones, hizo burla del enojo de aquel hombre, y le dijo riendo:
—¡Vaya! ¡vaya! A quien vas á ahorcar es á tu gato.
De repente apareció el gato de la casa dando cabriolas en una pequeña horca, con unas muecas y unos maullidos espantosos.
El buen hombre se fué corriendo hácia el gato, llamándole tiernamenie: ¡Michito mio! ¡michin!
Chilindrína llegó por último á los sembrados, en donde como cosa de una veintena de hombres estaban segando.
—¿Qué hora es? les preguntó Chilindrina.
—¡Diga V., renacuajo! contestó uno de los segadores. ¿Tenemos cara de reloj? ¡Qué miseria! No me llega á las rodillas. ¡Jesus! ¡qué color de acelga! ¡si parece una calabaza muerta!
—Mientes, villano, replicó Chilindrina: mi rostro es como una rosa.
—¡Anda, anda, como una rosa! y esta mas amarillo que estas espigas.
—¡Canalla soez! ¡Ojalá que vuestras espigas se vuelvan cardos! Es lo que vosotros mereceis ¡jumentos!
De repente el campo de trigo no ofreció á la vista mas que cabezuelas de cardo, y los segadores, convertidos en asnos, empezaron á tirar coces y á rebuznar; pero como arremetiesen todos contra Chilindrina para sacudirle el polvo, el arrapiezo lió el petate, y no paró hasta llegar a una gran ciudad, en donde entró despues de puesto ya el sol. El endiablado muchacho estaba amarillo como la cera, y todo el mundo se apartaba de él como de un leproso.