El Hijo del Porteropágina 2 / 13
-No lo digas a mis papás; se enfadarían.
-Pero, ¿qué pasa? ¿Qué sucede, señorita? -preguntó Jorge.
-Todo está ardiendo -respondió ella-. ¡Llamas y llamas!
Jorge abrió la puerta de la habitación de la niña. La cortina de la ventana estaba casi completamente quemada, y el barrote ardía. El niño lo hizo caer de un salto y pidiendo socorro a gritos. De no haber sido por él, la casa entera se hubiera incendiado.
El general y la generala interrogaron a Emilita.
-Sólo cogí una cerilla -dijo la niña-; prendió enseguida, y la cortina también. Escupí para apagar el fuego, escupí cuanto pude, pero no tenía bastante saliva, y entonces salí corriendo de la habitación, pues pensé que mis papás se enfadarían.
-¡Escupir! -dijo el general-, ¿Qué palabrota es esa? ¿Cuándo la oíste a tu papá o a tu mamá? La aprendería ahí abajo.
A Jorgito, empero, le dieron una moneda de cuatro chelines, que no fue a parar a la pastelería, no, sino a la hucha. Y pronto hubo en ella los chelines suficientes para comprar una caja de lápices de colores, con los cuales pudo iluminar sus numerosos dibujos. Éstos fluían materialmente de los lápices y los dedos. Los primeros los regaló a Emilita.
-¡Charmant! -exclamó el general. Hasta la generala admitió que se veía perfectamente la idea del chiquillo.
“Tiene talento”. Estas palabras fueron comunicadas, para su satisfacción, a la mujer del portero.
El general y su esposa eran personas de la nobleza; tenían sus escudos de armas, cada cual el propio, en la portezuela del coche. La señora había hecho bordar el suyo en todas sus piezas de tela, tanto exteriores como interiores, así como en su gorro de dormir y en el bolso de cama. Era un escudo precioso, y sus buenos florines había costado a su padre, pues no había nacido con él, ni ella tampoco. Había venido al mundo demasiado pronto, siete años antes que el blasón. La mayoría de las personas lo recordaban; sólo la familia lo había olvidado. El escudo del general era antiguo y de gran tamaño; llevarlo encima habría sido como para que rechinaran los huesos, y ahora se le había añadido otro. Y a la señora generala parecía que se le oyeran rechinar los huesos cuando se dirigía en su carroza al baile de la Corte, toda tiesa y envarada.