El Hijo del Porteropágina 3 / 13
El general era ya viejo y de cabello entrecano, pero montado en su caballo, hacía aún buena figura. Como estaba convencido de ello, salía todos los días a caballo, con su ordenanza a la distancia conveniente. Cuando entraba en una reunión parecía también hacerlo a caballo, y tenía tantas condecoraciones, que resultaba casi increíble. Pero, ¿qué iba a hacerle? Había entrado muy joven en la carrera militar, y había participado en muchas maniobras, todas en otoño y en tiempo de paz. De aquellos tiempos recordaba una anécdota, la única que sabía contar. Su suboficial cortó una vez la retirada a un príncipe, haciéndolo prisionero, por lo que éste hubo de entrar en la ciudad en calidad de cautivo, junto con un grupo de soldados, detrás del general.
Había sido un acontecimiento inolvidable, que el general narraba año tras año con regularidad, repitiendo siempre las memorables palabras que habla pronunciado al restituir el sable al príncipe:
«Sólo un suboficial pudo hacer prisionero a Su Alteza; yo nunca». Y el príncipe había respondido: «Es usted incomparable». Jamás el general había tomado parte en una campaña de verdad. Cuando la guerra asoló el país, él entró en la carrera diplomática, y fue acreditado, sucesivamente, en tres Cortes extranjeras. Hablaba el francés tan a la perfección, que por esta lengua casi había olvidado la propia; bailaba bien, montaba bien, y las condecoraciones se acumulaban en su pecho en número incontable. Los centinelas le presentaban armas; una lindísima muchacha lo hizo también, y ello le valió ser elevada al rango de generala y tener una hijita encantadora, que parecía caída del cielo. Y el hijo del portero bailaba ante ella en el patio, y le regalaba todos sus dibujos y pinturas, que ella miraba complacida antes de romperlos. ¡Era tan delicada y tan linda!
-¡Mi pétalo de rosa! –le decía la generala-. ¡Naciste para un príncipe!
El príncipe estaba ya en la puerta, pero nadie lo sabía. Las personas no ven nunca más allá del umbral.