El cóndor de fuegopágina 1 / 7
En aquellos tiempos, trabajaba en los valles fértiles de Pozo Amarillo, junto a la enorme mole de piedra que se alarga desde Tierra del Fuego hasta América Central, un hombrecillo anciano ya, pero no por eso menos activo que los jóvenes de ágiles brazos.
Este hombre se llamaba Inocencio y era descendiente de uno de los bravos españoles que llegaron a estas tierras en la expedición de Francisco Pizarro.
Sus hábitos eran sobrios y sosegados y su vida se limitaba a trabajar y a guardar algunos centavos por si la desgracia le pusiera en cama enfermo.
Vecino a Inocencio, vivía otro hombre de nombre Jenaro, cuidador de vacunos y a veces buscador de oro entre los misteriosos valles escondidos en la gran cordillera.
Jenaro, al contrario de Inocencio, era un hombre ambicioso, que todo lo supeditaba al oro, capaz de cometer un desatino, con tal de conseguir cuantas riquezas pudiera.
Para el bueno de Inocencio, Jenaro era un insensato, pero no llegaba más allá su opinión, porque su alma se rebelaba a creer que existieran perversos en el mundo.
Una tarde que Inocencio volvía de sus trabajos en las cumbres, encontró caída junto a una roca, a una pobre india vieja que se quejaba muy fuerte de terribles dolores.
- Pobre anciana -exclamó nuestro hombre y levantándola del duro suelo, se la llevó a su choza, donde la atendió lo mejor que pudo.
La india se encontraba muy mal por una caída en los cerros y bien pronto, ante la angustia de Inocencio, le comenzaron las primeras convulsiones de la muerte.
Inocencio se afligió mucho por la desgraciada y sólo atinaba a llorar junto a la anciana que parecía sumida en un profundo sopor.
De pronto, los ojos de la india se abrieron y, luego de pasearlos por la choza, se fijaron en Inocencio con marcada gratitud.