La bella Lucíapágina 2 / 3
Con la muerte del capitán y del alférez Oviedo, que se defendió también heroicamente, fue tomado el fuerte español, matando los indios a todos los soldados y heridos que quedaban con vida. Salváronse únicamente cinco mujeres españolas, que se repartieron los caciques; entre ellas estaba Lucía, que Siripo, viendo lo cara que había costado a su hermano, se la llevó como esclava a su casa. La infeliz Lucía lloraba sin descanso su negra suerte, viéndose en poder de su enemigo, y una profunda pena la consumía. Pero Siripo, compadecido de su tristeza, la llamó un día y le habló con cariño, anunciándole que dejaba de ser su esclava para convertirse en su mujer, dueña de todos sus bienes, de su persona y de su corazón, que ya le pertenecía en absoluto. Y dio orden a su criado de que la sirvieran como a su única señora. Esta situación afligió mucho más a Lucía, que prefería su triste cautiverio a una vida de regalo en poder de aquel bárbaro. Pero poco duró; porque, vuelto aquel día el bergantín que había ido en busca de víveres, encontró el fuerte arrasado y los cadáveres de sus compañeros. Sebastián Hurtado decidió internarse entre los indios y buscar a su mujer, prefiriendo la muerte a vivir separado de ella. Sin permiso de nadie, se metió por aquellos frondosos montes, donde unos indios le hicieron prisionero, y, maniatado, le presentaron ante el cacique Siripo, que le reconoció y mandó dar muerte. Al enterarse la mujer, con súplicas y lágrimas fue a pedir al cacique que perdonara la vida a su marido, ofreciendo ser los dos sus fieles esclavos y servirle toda la vida con agradecimiento y alegría. Ante los ruegos de aquella hermosa mujer, a quien ya tanto amaba, condescendió Siripo a dejarle con vida y a tratarle como a verdadero amigo. A él le daría una mujer para que viviese con ella; pero con la condición de que los esposos no se vieran ni hablaran nunca, pues de lo contrario morirían los dos. Ante el dilema de esta situación o la muerte, los dos aceptaron la condición impuesta, que cumplieron durante cierto tiempo; pero como se amaban profundamente, no podían ocultar aquel gran amor, y continuamente se buscaban y miraban, y poco a poco fueron perdiendo el temor, y en todas las ocasiones que encontraban se reunían, tratando de buscar una solución a aquella vida cruel. Pero una india repudiada por Siripo y celosa de la española, espiaba a ésta continuamente y fue a denunciar al cacique las entrevistas de los dos esposos. Siripo se alteró de rabia y celos al oírlo, y hubiera querido matarlos en el acto; mas esperó a poderlos sorprender él juntos. No tardó en conseguirlo, e inmediatamente dio orden de encender una inmensa hoguera, para quemar viva a Lucía. Comunicó a ella la sentencia, que aceptó sin protesta, con gran entereza y valor. Pidió únicamente que le concediera unos momentos para prepararse a morir e implorar a Dios misericordioso el perdón de sus pecados. Subió luego con serenidad a la hoguera, donde acabó su vida. Después aquel bárbaro indio mandó atar a Sebastián a un corpulento árbol, que aún se conserva, y allí fue atravesado a flechas, mientras con la mirada fija en el cielo suplicaba la misericordia divina.