Grisélidapágina 4 / 11
Por fin llegó el tan esperado día de las bodas, y antes de amanecer ya estaba todo el mundo levantado, en particular las jóvenes casaderas, que esperaban la llegada del mensajero que debía pronunciar el nombre de la elegida. El pueblo lanzose a la calle, donde los soldados mantenían la circulación. Resonaron músicas, clarines y tambores en el palacio, y por último salió el príncipe rodeado de su corte, siendo acogido por entusiastas aclamaciones. Siguiéronle todos con la mirada, y general fue la sorpresa al verle salir de la ciudad y dirigirse al vecino bosque como tenía por costumbre todos los días. La alegría trocose en desencanto, pues el pueblo supuso que, dominado por su pasión por la caza, había dado al olvido la boda.
La sorpresa de la corte no era menor que la del pueblo, y fue en aumento cuando el príncipe se internó en lo más profundo del bosque. Al llegar delante de la cabaña de la pastora, se detuvo. En aquel entonces salía Grisélida con un vestido nuevo, pues hasta ella había llegado la noticia del casamiento y quería ir a la ciudad para ver los festejos.
-¿A dónde vais?, le preguntó el príncipe con amoroso y dulce acento, mirándola tiernamente. No apresuréis el paso, pues la boda no puede realizarse sin vos. Yo soy el príncipe y os he elegido entre todas las bellezas de este país para pasar con vos el resto de mis días, si mi corazón halla correspondencia en el vuestro.
Llena de asombro y dominada por la emoción, la pastora balbuceó:
-¡Ah señor; cómo he de creer que sea cierto lo que decís, si soy una humilde campesina!
-Pero reináis en mi corazón. Vuestro padre, a quien he hablado, consiente en que seáis mi esposa, y para la boda sólo falta vuestro consentimiento. Deseoso de que la tranquilidad impere en mi hogar, os ruego juréis que nunca tendréis otra voluntad que la mía.
-Lo prometo y lo juro, contestó ella. Aunque me hubiese casado con el último aldeano, su yugo me sería dulce y en todo le obedeciera. ¡Cuánta no será mi obediencia si hallo en vos mi señor y mi esposo!