El Hombre de Nievepágina 2 / 5
«No lo entiendo -dijo para sí el hombre de nieve-, pero tengo el presentimiento de que insinúa algo desagradable. Algo me dice que aquel que me miraba tan fijamente y se marchó, al que él llama Sol, no es un amigo de quien pueda fiarme».
-¡Fuera, fuera! -volvió a ladrar el mastín, y, dando tres vueltas como un trompo, se metió a dormir en la perrera.
Efectivamente, cambió el tiempo. Por la mañana, una niebla espesa, húmeda y pegajosa, cubría toda la región. Al amanecer empezó a soplar el viento, un viento helado; el frío calaba hasta los huesos, pero ¡qué maravilloso espectáculo en cuanto salió el sol! Todos los árboles y arbustos estaban cubiertos de escarcha; parecían un bosque de blancos corales. Se habría dicho que las ramas estaban revestidas de deslumbrantes flores blancas. Las innúmeras ramillas, en verano invisibles por las hojas, destacaban ahora con toda precisión; era un encaje cegador, que brillaba en cada ramita. El abedul se movía a impulsos del viento; había vida en él, como la que en verano anima a los árboles. El espectáculo era de una magnificencia incomparable. Y ¡cómo refulgía todo, cuando salió el sol! Parecía que hubiesen espolvoreado el paisaje con polvos de diamante, y que grandes piedras preciosas brillasen sobre la capa de nieve. El centelleo hacía pensar en innúmeras lucecitas ardientes, más blancas aún que la blanca nieve.
-¡Qué incomparable belleza! -exclamó una muchacha, que salió al jardín en compañía de un joven, y se detuvo junto al hombre de nieve, desde el cual la pareja se quedó contemplando los árboles rutilantes.
-Ni en verano es tan bello el espectáculo -dijo, con ojos radiantes.
-Y entonces no se tiene un personaje como éste -añadió el joven, señalando el hombre de nieve- ¡Maravilloso!
La muchacha sonrió, y, dirigiendo un gesto con la cabeza al muñeco, se puso a bailar con su compañero en la nieve, que crujía bajo sus pies como si pisaran almidón.