El duendecillo y la mujerpágina 3 / 5
-Puesto que, sea como fuere, me voy a llevar la culpa y los palos -dijo el gato mejor será que la saboree yo.
-Primero la dulce nata, luego los amargos palos -contestó el duendecillo-. Pero ahora me voy al cuarto del seminarista, a colgarle los tirantes del espejo y a meterle los calcetines en la jofaina; creerá que el ponche era demasiado fuerte y que se le subió a la cabeza. Esta noche me estuve sentado en la pila de leña, al lado de la perrera; me gusta fastidiar al perro.
Dejé colgar las piernas y venga balancearlas, y el mastín no podía alcanzarlas, aunque saltaba con todas sus fuerzas.
Aquello lo sacaba de quicio, y venga ladrar y más ladrar, y yo venga balancearme; se armó un ruido infernal. Despertamos al seminarista, el cual se levantó tres veces, asomándose a la ventana a ver qué ocurría, pero no vio nada, a pesar de que llevaba puestas las gafas; siempre duerme con gafas.
-Di «¡miau!» si viene la mujer -interrumpióle el gato- Oigo mal hoy, estoy enfermo.
-Te regalaste demasiado -replicó el duendecillo-. Vete al plato y saca el vientre de penas. Pero ten cuidado de secarte los bigotes, no se te vaya a quedar nata pegada en ellos. Anda, vete, yo vigilaré.
Y el duendecillo se quedó en la puerta, que estaba entornada; aparte la mujer y el seminarista, no había nadie en el cuarto. Hablaban acerca de lo que, según expresara el estudiante con tanta elegancia, en toda economía doméstica debería estar por encima de ollas y cazuelas: los dones espirituales.
-Señor Kisserup -dijo la mujer -, ya que se presenta la oportunidad, voy a enseñarle algo que no he mostrado a ningún alma viviente, y mucho menos a mi marido: mis ensayos poéticos, mis pequeños versos, aunque hay algunos bastante largos. Los he llamado «Confidencias de una dueña honesta». ¡Doy tanto valor a las palabras castizas de nuestra lengua!
-Hay que dárselo -replicó el seminarista-. Es necesario desterrar de nuestro idioma todos los extranjerismos.