El bisabuelopágina 2 / 5
Y se lo dijo al bisabuelo. No estuvo bien, y, sin embargo, yo sentía gran respeto por Federico, mi hermano mayor, que habría podido ser mi padre, según decía él. Y decía también muchas cosas divertidas. De estudiante llevó siempre las mejores notas, y en el despacho de mi padre se aplicó tanto, que muy pronto pudo entrar en el negocio. Era el que tenía más trato con el bisabuelo, pero siempre discutían. No se comprendían ni llegarían nunca a comprenderse, afirmaba toda la familia; pero yo, con ser tan pequeño, no tardé en darme cuenta de que el uno no podía prescindir del otro.
El bisabuelo escuchaba con ojos brillantes cuando Federico hablaba o leía en voz alta acerca del progreso de las ciencias, de los descubrimientos de las fuerzas naturales, de todo lo notable que ocurría en nuestra época.
-Los hombres se vuelven más listos, pero no mejores -decía el bisabuelo-. Inventan armas terribles para destruirse mutuamente.
-Así las guerras son más cortas -replicaba Federico-, No hay que aguardar siete años para que venga la bendita paz. El mundo está pletórico, y a veces le conviene una sangría.
Un día Federico le contó un suceso ocurrido en una pequeña ciudad. El reloj del alcalde, es decir, el gran reloj del Ayuntamiento, señalaba las horas a la población, y, aunque no marchaba muy bien, la gente se regía por él. Llegaron al país los ferrocarriles, los cuales enlazan con los de los demás países; por eso es preciso conocer la hora exacta; de lo contrario se va rezagado. Pusieron en la estación un reloj que marchaba de acuerdo con el sol, y como el del alcalde no lo hacía, todos los ciudadanos empezaron a regirse por el reloj de la estación.
Yo me reí, pareciéndome que la historia era muy divertida; pero el bisabuelo no se río ni pizca, sino que se quedó muy serio.
-¡Tiene mucha miga lo que acaba de contar! -dijo-, y comprendo cuál es tu idea al contármelo. Hay mucha ciencia en el mecanismo de tu reloj, y me hace pensar en otro: en el sencillo reloj de Bornholm, de mis padres, tan viejo, con sus pesas de plomo. Marcó su tiempo y el de mi infancia. Cierto que no marchaba con tanta precisión, pero marchaba, lo veíamos por las agujas, creíamos lo que decían y no nos parábamos a pensar en las ruedas que tenía dentro. Así era también entonces la máquina del Estado; uno la miraba despreocupadamente, y tenía fe en la aguja. Pero hoy la máquina estatal se ha convertido en un reloj de cristal cuyo mecanismo es visible; se ven girar las ruedas, se oyen sus chirridos, y uno se asusta del eje y del volante. Yo sé cómo darán las campanadas, y ya no tengo la fe infantil. Esto es lo frágil de la época actual.