Ana Isabelpágina 3 / 9
Ana Isabel vivía en la ciudad desde hacía ya muchos años. La llamaban señora, y erguía la cabeza cuando hablaba de viejos recuerdos, de los tiempos del palacio condal, en que salía a pasear en coche y alternaba con condesas y baronesas. Su dulce condecito había sido un verdadero ángel de Dios, la criatura más cariñosa que imaginarse pueda. La quería mucho, y ella a él. Se habían besado y acariciado; era su alegría, la mitad de su vida. Ahora era ya mayor, con sus catorces años, muy instruido y muy guapo. No lo había vuelto a ver desde que lo llevara en brazos. Hacía muchos años que no iba al palacio de los condes. Era todo un viaje ir hasta allí.
-Tendré que decidirme -dijo Ana Isabel-. He de ir a ver a mis señores, a mi precioso condecito. Seguramente me echa de menos, se acuerda de mí me quiere como entonces, cuando me rodeaba el cuello con sus bracitos de ángel y me decía « An-Lis». Parecía la voz de un violín. Sí, he de ir a verlo.
Partió en la carreta de bueyes e hizo parte del camino a pie. Llegó al palacio condal, espacioso y brillante; y, como antes, se quedó en el jardín. Todo el servicio era nuevo; nadie conocía a Ana Isabel, nadie sabía el cargo que en otros tiempos había desempeñado en la casa. Ya se lo dirían la señora condesa y su hijo. De seguro que ellos la echaban de menos.
Y allí estaba Ana Isabel. Tuvo que esperar largo rato, y quien espera desespera. Antes de que los señores pasaran al comedor fue recibida por la condesa, que le dirigió palabras muy amables. A su pequeño no lo vería hasta después de comer; ya la llamarían entonces.
¡Qué alto, espigado y esbelto estaba! Conservaba aquellos ojos preciosos y su boquita de ángel. La miró sin decirle una palabra; seguramente no la había reconocido. Se Volvió para marcharse, pero entonces ella le cogió la mano y se la llevó a sus labios.
-¡Está bien! -dijo él-, y salió de la habitación; él, el objeto de todo su cariño, a quien había querido y seguía queriendo por encima de todo, su orgullo en la Tierra.